La crisis del trabajo en la era tecnológica Educación y trabajo, tecnología y empleo:
A las críticas de Thurow acerca del empobrecimiento del trabajador y la decadencia de la educación, se suman, con extraordinario rigor, las de Jeremy Rifkin (Rifkin, 1996) en su libro El fin del trabajo, complementando a aquéllas: si las familias norteamericanas van a tener que trabajar más para asegurar niveles de vida decentes, van a encontrarse también, cada vez más, con menores oportunidades de empleo.
El panorama que ofrece Rifkin es, acaso, el más preocupante para el mundo desarrollado desde que la primera revolución industrial condenó a los trabajadores agrícolas al desempleo fuera de la oferta laboral y dio origen a las revueltas ludditas 1811-1816, cuando los seguidores del mítico Ned Ludd destruyeron las fábricas que les quitaban trabajo a los obreros manuales, artesanos y agrícolas. Eventualmente, el desarrollo industrial en Europa y los Estados Unidos acabó por absorber al excedente agrario y artesanal en la industria y a beneficiarse de una nueva riqueza agrícola sobre la base de pocos trabajadores y enormes subsidios. ¿Podrá repetirse esa política frente a la nueva crisis del trabajo, que es resultado del desplazamiento del trabajador de la revolución industrial por el trabajador de la revolución tecnológica?
Nuevamente, hay que enfocar el problema de la educación al servicio del problema del trabajo. La automatización, dice Rifkin, ha disminuido la necesidad del trabajo humano en todas las categorías industriales. La esperanza de que los trabajadores desplazados de las fábricas encontrarían trabajo en el sector de servicios, se va reduciendo, a medida que el sector servicios también se automatiza. Pero, por las mismas razones, el egresado de los distintos niveles de la enseñanza, tampoco lo encuentra.
En estas circunstancias, ¿educación para qué, educación para cuántos? El sector informativo y de conocimiento, basado, por supuesto, en la educación, está integrado, advierte Rifkin, por una élite, no por una masa de trabajadores que quedarán desplazados por las nuevas tecnologías. Ésta es la diferencia entre la primera revolución industrial y lo que podemos convenir en llamar la revolución informativa cuyo extremo de exclusión es el conocimiento tecnológico, pero cuyo extremo de inclusión es, ni más ni menos la educación primaria y secundaria, pública y gratuita. Mantengamos presentes los extremos del dilema, pero también la necesidad fundamental de que México cuente con esa enseñanza elemental, abierta, obligatoria y gratuita para todos nuestros niños. De lo contrario, deberemos abandonar todos los grados intermedios de nuestro desarrollo, desde el cimiento insustituible del empleo agrario, artesanal, industrial o de servicio más elemental, hasta el grado de los desafíos y contradicciones que un argumento como el de Rifkin le propone a los niveles superiores del desarrollo. Sería un engaño más y el más perverso del neoliberalismo mexicano formar exclusivamente a élites para una economía sin trabajadores: el país sería una isla flotante, como esos postres del restorán San Ángel Inn, un merengue de azúcar y aire desprendido para siempre de la dura tierra abandonada de la milpa y el nopal.
Si en los países desarrollados la creación de una educación puramente elitista puede conducir a una crisis social profunda, imaginemos lo que ocurriría en un país de desamparos tan extensos y crueles como México. Una política de exclusiones educativas nos llevaría a una explosión social sin precedentes, o a una represión del tamaño mismo de la explosión.
El problema ya está planteado en el Primer Mundo: industrias sin trabajadores. ¿Qué harán las sociedades desarrolladas con millones de individuos cuyo trabajo ya no es necesario? ¿Cómo asegurar que los beneficios globales de la alta tecnología sean compartidos? Hay que encontrar una respuesta creativa, francamente humanista, a este dilema. De lo contrario, la situación, que en el Tercer Mundo puede conducir a una explosión social, en el Primer Mundo alimentará los fuegos del odio fascista. Los políticos de la extrema derecha no tardarán, lo hacen ya, en culpar a los inmigrantes, la mano de obra extranjera, los movimientos femeninos y los programas de acción afirmativa. La raíz del mal, más bien, se encontraría, según Rifkin, en que los rendimientos productivos de la alta tecnología han sido acaparados por las ganancias de las corporaciones, el beneficio de los accionistas y la existencia misma de una élite global de trabajadores tecnológicos, los mismos que celebra Robert Reich en su visión del Trabajo de las Naciones.
El antídoto a la política de la paranoia y el odio, dice Rifkin, consiste en emplear las nuevas tecnologías para darle mayor tiempo libre, mayor educación y mayor cultura a los trabajadores desplazados, no para darles menos pago y más desempleo. Para esto, hay que reducir la semana de trabajo, no la fuerza de trabajo.
Rifkin, al respecto, le pide al gobierno de los Estados Unidos que haga tres cosas: primero, que reduzca voluntariamente la semana de trabajo. Segundo, que implemente la participación de utilidades a fin de que los trabajadores se beneficien directamente de los logros en materia de productividad, y tercero, que se llegue a un acuerdo con las gerencias y los accionistas a fin de que sus ganancias no sean desproporcionadas con respecto a las de la fuerza laboral.
De lo contrario, mientras más trabajadores pierdan el empleo, menor o inexistente será su capacidad de consumo. Cuando enormes cantidades de trabajadores sean reducidos al desempleo, al trabajo ocasional o contingente, acabarán por secarse, asimismo, los fondos de pensiones que durante los últimos cuarenta años han financiado las inversiones de capital en los Estados Unidos y que hoy ascienden a la suma de cinco billones de dólares.
Los fondos de pensiones superan, en Estados Unidos, los activos de todos los bancos comerciales juntos; y constituyen una tercera parte de los haberes financieros del país. Advierte ominosamente Rifkin: «Si las compañías continúan marginando a sus fuerzas de trabajo... el sistema capitalista acabará por desplomarse, drenado de los fondos de pensiones necesarios para nuevas inversiones de capital».
¿Qué hacer? La conclusión de Rifkin, desde la atalaya de una economía desarrollada, no es muy distinta de la que, desde nuestra propia situación, podemos ofrecer los mexicanos. Yo he venido proponiendo, desde diversas tribunas, incluyendo este ensayo, la necesidad de superar la necia pugna entre partidarios del Estado y feligreses de la empresa privada, distinguiendo las atribuciones de ambos sectores pero conciliándolos mediante la acción del tercer sector, llámese sociedad civil o sector social.
Igualmente, Rifkin compara a una sociedad con una silla de tres patas: el mercado, el Estado y el sector civil. El primer soporte genera el capital de mercado. El segundo el capital público. Y el tercero, el capital social. La distinción es fundamental para un país como el nuestro, donde la mayor riqueza reside precisamente en la abundancia de una población inteligente, generadora de un capital social a menudo desperdiciado, que puede ser tan importante como la educación que reciba y la cultura que haga valer, supliendo, con creces, las carencias del sector público empobrecido por sus aventuras neoliberales y las deudas contraídas en consecuencia, y por un sector privado esencialmente herido por la crisis de la pequeña y mediana industria. ¿Podemos fomentar un capital social que reanime y reoriente a los menguados o mal distribuidos capitales del Estado y la empresa privada? La respuesta, en México como en Japón, Francia o los Estados Unidos, reside en la cantidad y calidad de la educación pública, generadora de dicho capital social.
En los Estados Unidos, recuerda Rifkin, la sociedad civil constituye más del 6 % del PIB y da cuenta del 10,5 % del empleo. Hay más personas empleadas en el tercer sector que en las industrias de la construcción, la electrónica, los transportes o los textiles. Y los gastos de las organizaciones no comerciales de los Estados Unidos exceden, de igual forma, el PNB de todas menos siete naciones del mundo.
La crisis del trabajo dentro de la Revolución de la Tecnología y la Informática ofrecen, por todo ello, la oportunidad de crear millones de nuevos empleos en la sociedad civil. Hay que liberar el trabajo y el talento de los individuos expulsados de los sectores estatal y del mercado, a fin de crear capital social en los barrios, las pequeñas comunidades, las zonas aisladas... La fuente de los recursos para educar y abrir las puestas a esta nueva fuerza de trabajo debe ser la economía misma de la era tecnológica. La riqueza generada por la nueva economía tecnológica debe estar sujeta a impuestos que se orienten hacia la creación de empleos en el tercer sector.
Esto es factible cuando, en efecto, ya existe una riqueza generada por las industrias tecnológicas e informativas. Pero en una sociedad pobre y en crisis como la nuestra, ¿de dónde vendrían los recursos para atender y alentar al tercer sector? El futuro de la sociedad civil norteamericana, estima Rifkin, dependerá en gran medida de la creación de una nueva fuerza política que pueda exigirle a los sectores, tanto privado como público, el fortalecimiento del sector social a partir de las ganancias gigantescas de la nueva economía tecnológica e informativa. En México el equivalente de esta demanda tiene asimismo, un fuerte componente político.
Sólo una estructura plenamente democrática en todos los órdenes, del municipio más pequeño al congreso federal, de la asociación de barrio al sindicato nacional, puede exigir seriamente una reforma fiscal que se oriente al fortalecimiento del sector social en general pero, sobre todo, a la base misma de su fuerza en todos los países, particularmente en el nuestro: la educación y el magisterio. La educación pública es el escalón primero de una escala de Jacob que no nos conduce al cielo, pero sí a la preparación de ciudadanos útiles, alfabetizados, mejor preparados para atender todas la opciones del trabajo nacional, desde la agricultura y las artesanías hasta la tecnología y la informática. Lo que debemos fortalecer en México es la continuidad educativa, la cadena de soluciones que impide los dramáticos vacíos que actualmente se dan entre esos extremos. Fiscalizar la riqueza nacional a fin de que las etapas de la educación no se interrumpan y ofrezcan oportunidades de continuidad y acceso a todos, es, entre nosotros, un desafío y necesidad mayores que en los países que ya cuentan con una riqueza acumulada y, sobre todo, mejor distribuida gracias a la estrecha vigilancia legislativa sobre los dineros públicos y su destino.
Amén de que, mientras el mundo desarrollado cuenta con amortiguadores sociales, nosotros carecemos de ellos. Los sistemas de seguridad social, asistencia médica y habitacional, escolaridad, maternidad y compensación del desempleo, usuales en la Europa occidental y en los Estados Unidos, no tienen equivalente en el mundo del subdesarrollo. Nuestro desamparo es mayor, aun cuando muchos de nuestros dilemas sean comunes.
Combatir la corrupción, fiscalizar los ingresos de la nación, darles un destino productivo y favorecer a la educación y al maestro como surtidores del progreso incluyente, son funciones que no se darán en México sin legislaturas locales y nacionales plenamente democráticas; no se darán si los organismos administrativos no son vigilados por los organismos legislativos y éstos, a su vez, no son vigilados por la ciudadanía misma, mediante el voto, la información y la crítica.
Fuentes, C. e Instituto de Estudios Educativos y Sindicales de América (1997). Por un progreso incluyente. Instituto de estudios educativos y sindicales de América.
Rifkin, J. (1996). El fin del trabajo. Barcelona, España: Paidós.
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